viernes, 11 de julio de 2008

BILBAO EN EL SIGLO XVII (II)

Siguiendo con la crisis, entre los años 1.631 y 1.634 se produjo en Vizcaya, con un gran impacto en Bilbao, el conflicto que se conoce como “La Rebelión de la sal”.
Durante el reinado de Felipe III, que abandonó la dirección del país en el Duque de Lerma, no pudo reorganizarse la hacienda. Pues bien, reinando España Felipe IV, que sucedió en 1.621 a su padre Felipe III y que abandonó el Poder en manos del Conde-Duque de Olivares hasta que fue derribado en 1.643, se acabó de perder en 20 años cuanto quedaba de la buena situación anterior, refiriéndonos a Felipe II. Y todo esto nos salpicaba.
Volviendo al conflicto, la Real Orden de 3 de enero de 1.631, comunicada al Regimiento de Vizcaya el 18 del mismo mes y año, embargaba la sal que hubiese en el Señorío y había que ponerla estancada (de aquí también el nombre de “El Estanco de la sal”) de manera que, en adelante, no se vendiera sino por cuenta de la Real Hacienda. Además aumentó su precio en un 44%.
Esta medida era una auténtica locura. Un gesto déspota sin precedentes y en definitiva, un contrafuero en toda regla, puesto que vulneraba la libertad foral de comercio y el principio de exención fiscal
El intento de aplicar tal resolución, provocó varios amotinamientos.
Pero la defensa a ultranza del fuero no fue una bandera de lucha explícita. Es más, existieron reclamaciones de muy diversa índole con un punto en común bien definido: su oposición a una constante y abusiva presión fiscal. Y es que toda queja parecía residir en el constante aumento de impuestos impulsado por una monarquía que, lejos de querer atentar contra el ordenamiento foral, lo único que pretendía era mantener su ruinosa política imperial en el norte y centro de Europa.
Las necesidades de dinero por parte de la corona para mantener activa la maquinaria militar no sólo se reflejaron en un crecimiento exagerado de la fiscalidad, sino que provocaron una devaluación monetaria que supuso un peligroso aumento de los precios. Esto era lo que de verdad dolía a los vizcaínos, que desde mucho tiempo atrás sufrían la aplicación descarada de impuestos sobre los productos de consumo. Claro que, para que esto ocurriera, alguien debía de aprobar semejantes gravámenes. Así era. Sin ir más lejos, en 1629, el rey recurrió a las Juntas Generales para que le concediesen un donativo. Éstas, controladas por los miembros de la aristocracia rural vizcaína, muy bien conectada con los círculos de poder de la Corte, no tuvieron mayor problema en satisfacer la petición real. Lo que hacían era establecer impuestos indirectos a recaudar en las aduanas, que gravaban productos tales como los paños, la lana y el ganado. También se gravó el comercio de pescado y el vino. Con ello estaba muy claro a quién o a quiénes hacían daño.

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